Por Josué Masís Abarca
Raventós (2007) señala la corrupción como “[…] un término fuertemente cargado con elementos valorativos. Tiene que ver con descomposición, putrefacción y enfermedad. Algo que alguna vez fue bueno, se echó a perder.”[1], y ciertamente no se aleja de la imagen colectiva que relaciona estrecha y profundamente a la corrupción con la actividad política y todo cuanto se refiere a las élites que le rodean.
Y pese a que la corrupción, como forma de delincuencia, está relacionada a la política dentro del imaginario colectivo, lo cierto es que se trata de una conducta generalizada en los diversos estratos que componen a una sociedad. Por conocimiento de causa, por influencia externa o en cualquiera de los casos, hay un juego de asociación de conceptos entre delincuencia común y pobreza, y entre corrupción y élites políticas, ¿es una realidad o es una asociación preconcebida?
Antonio García-Pablos de Molina (1991) sugiere que la delincuencia está sujeta a las actividades rutinarias de la persona, que no se trata de un proclividad exclusiva inherente a la clase social a la que se pertenece, y señala puntualmente que “La respuesta no se encontraría, por tanto, en la pobreza ni en la desigual e injusta distribución de la riqueza, sino en las inmejorables oportunidades para delinquir con éxito que deparan la organización social, el estilo de vida y las actividades cotidianas de la sociedad postindustrial.”[2] En este sentido, el factor de la oportunidad es uno de los vacíos legales de los que se apoyan aquellas personas que aprovechan oportunidades para beneficiarse de algún ilícito. Indica Raventós (2007) que incidir en corrupción y en el enriquecimiento ilícito está entrelazado a los criterios morales tanto sea como la falta de honradez, de dedicación, de eficiencia y eficacia, o el uso y abuso de poder.
Sobre la idea de una concepción elitista de la corrupción, no hay mayor escándalo cuando detienen a un asaltante cualquiera que robó celulares y un par de billeteras, pero hay un revuelo mediático cuando se destapa un caso de corrupción política que es un secreto a voces, pero nadie se atreve a denunciar. Los escándalos en el país no son pocos, y se pueden enlistar con nombres y apellidos de sus actores; como los casos Cementazo, Cochinilla, Caja-Fischel, ICE-Alcatel, Yanber, Banco Anglo-costarricense, por mencionar si acaso los que han salido a la luz pública. ¿Pero y los que no sabemos?, ¿pero y las alcaldías casi sempiternas de algunos personajillos asiduos de la politiquería criolla que tienen a sus cantones en un retraso en cuanto al desarrollo socioeconómico?, ¿pero y los favores que se hacen por debajo de la mesa los supuestos oferentes a un puesto para entrar por “argollas” a trabajar en entidades públicas?, ¿pero y la finca que se le concedió a la Orquesta Sinfónica Nacional después de los tratos entre un presidente muy aficionado a comer confites y un cuestionado empresario estadounidense?
Dijo alguna vez el tres veces expresidente de la República, don Ricardo Jiménez Oreamuno, que "en Costa Rica no hay escándalo que dure tres días". Han pasado poco más de cien años desde esa frase, y tal parece que en Costa Rica nada ha cambiado.
[1] Raventós, Ciska en: Rovira, Jorge. «Desafíos políticos en la Costa Rica actual.» (San José, Costa Rica: Editorial UCR, 2020), 259.
[2] García-Pablos de Molina, Antonio. «Tratado de Criminología: Fundamentos y Principios para el Estudio Científico del Delito, la Prevención de la Criminalidad y el Tratamiento del Delincuente». (Madrid, España: Tirant Lo Blanch, 1991), 347.
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